Santo Domingo/New Orleans.- Hace dos décadas, el mundo observó con horror cómo el huracán Katrina arrasaba el sur de Estados Unidos. Lo que comenzó como una catástrofe natural se convirtió rápidamente en una tragedia humana que expuso las grietas más profundas del sistema norteamericano.
Un día como hoy, 25 de agosto de 2005, Katrina tocó tierra por primera vez en Florida como huracán categoría 1. Lo que parecía una tormenta más del Atlántico pronto se transformaría en un desastre nacional. En los días siguientes, se fortaleció en el Golfo de México hasta alcanzar categoría 5, y el 29 de agosto golpeó con furia a Luisiana, dejando a Nueva Orleans sumergida.
Los diques colapsaron, los techos se convirtieron en refugios improvisados, y miles de vidas quedaron atrapadas entre el lodo, el caos y la indiferencia. Más de 1,300 personas murieron. La mayoría eran afroamericanos, pobres, invisibles para un Estado que tardó demasiado en responder. Miles quedaron desplazadas, y el mundo fue testigo de una respuesta gubernamental marcada por el abandono y la desigualdad.
Veinte años después, la ciudad ha cambiado, pero las heridas siguen abiertas. En barrios como el Lower Ninth Ward, aún se respira el silencio de los que no volvieron. Las casas reconstruidas conviven con lotes vacíos, y los murales recuerdan que la memoria también es resistencia.
Katrina no solo inundó calles: desbordó verdades incómodas. La falta de planificación, la lentitud del rescate y la cobertura mediática que criminalizó a los sobrevivientes dejaron claro que no todos los ciudadanos son tratados igual en tiempos de crisis.
Hoy, mientras Nueva Orleans conmemora, el mundo recuerda. Porque Katrina no fue solo una tormenta: fue un espejo. Y lo que reflejó, aún nos interpela

